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Es sábado por la noche en mi pueblo, allá en Camagüey. El calor se ha replegado un poco y en la oscuridad de la noche sin estrellas, grupos de amigos y parejas caminan hacia El Ranchón, el clásico salón de fiestas de los 80. Hay cerveza de pipa y música y la entrada cuesta dos pesos en moneda nacional. Desde la calle principal, en la que algunos muchachos esperan frente a la puerta de hierro, se oye la voz de Rudy La Scala…
El cariño es como una flor
Que no se puede descuidar
Porque siempre hay alguien que
Espera poderla llevar.
Que no se puede descuidar
Porque siempre hay alguien que
Espera poderla llevar.
Ariel, de 37 años, obrero del central, y Didier, de 29, desempleado, salen a la calle exhibiendo sus coloridas camisas, con dragones pintados en la espalda, compradas a los maestros que regresaron de Venezuela hace unos días. Rafael, de 21, estudiante universitario, estrena las zapatillas ADIDAS, 69 CUC, conseguidas en una shopping de la capital provincial con el ahorro de la venta de dos puerquitos. Los pitusas a la cadera, con bordados en las nalgas y alguna que otra lentejuela adornando los bolsillos delanteros, son de Ecuador y llegaron al pueblo a través de la única persona que tiene un contacto en La Habana para esa mercancía.
Es sábado por la noche, y en la oscuridad de un pueblo sin bombillos en los portales, yo, de visita por segunda vez en varios años, voy a reencontrarme con viejos amigos y lugares.
Sex and the City girl, lee en rosado fosforescente y alentelejuado la camiseta de Mirelys, 41, pero ella no conoce a Carrie Bradshaw y sus amigas neoyorquinas, a pesar de que han pasado la serie por la TV. “Todo el mundo me celebra este pulovito y nadie más tiene uno igual en todo el pueblo”. Mirelys no trabaja desde que decidió que el salario de educadora del círculo infantil no le compensaba lidiar con tantos niños y aguantar a su jefa, pero tiene el dinero que su madre de 63 años, contratada como empleada doméstica en Valencia, envía mes tras mes. Además de ropa nueva, tiene un celular —la única manera en que pueden hablar madre e hija, pues nunca han tenido teléfono, ni vecinos con teléfonos. Aunque la madre manda euros suficientes, Mirelys piensa empezar a cuidar niños por cuenta propia, por 100 pesos cubanos al mes. “Aquí nadie puede pagar más que eso, pero con cinco niños que tenga, es una buena entrada que en algo ayudará para la comida de la casa.”
Es sábado por la noche y en la oscuridad de un pueblo sin alumbrado público, caminamos media hora hasta la iluminada calle principal, donde los vecinos sacan sillones a los portales o conversan sentados en los quicios, con la sala abierta de par en par y la voz del televisor de fondo. Grupos de muchachos a pie y en bicicleta se agrupan frente al Dancing, un salón en el segundo piso del edificio que tiene el restaurante en los bajos. Un sábado como este en 1984, aquí mismo yo oí por primera vez a Freddie Mercury cantando “Somebody to love” mientras bailamos con intocada ingenua adolescente estudiantil pueril felicidad en medio del nunca antes visto juego de luces en movimiento. Nunca llegamos a decirle Dancing Light, nombre oficial del lugar, solo cariñosamente El Dancing. Y todavía.
Esta esquina fue siempre la mejor, quizás porque entonces, como ahora, tiene uno de los pocos edificios de dos plantas, está frente a la pizzería, y en diagonal con un pequeño parque y el estanquillo, ya desaparecido, donde yo compraba uno de los cincuenta ejemplares de El Caimán Barbudo los días de pases de la beca. En la cuarta esquina, donde estuvieron unas casas de madera derrumbadas por un ciclón, hay un contenedor-shopping de TRD.
La entrada al Dancing vale 5 pesos cubanos (y solo 3 pesos después de las 11) pero decidimos quedarnos fuera y ahorrarnos el calor y el humo de cigarros. De todas formas desde la esquina se puede oír la voz de Cindy Lauper.
If you're lost you can look —and you will find me
Time after time
If you fall I will catch you —I'll be waiting
Time after time.
Time after time
If you fall I will catch you —I'll be waiting
Time after time.
Reencuentro a mis ex compañeros de vocacional y de las fiestas de otros tantos sábados hace ya más de dos décadas. Ahora son El ingeniero de ETECSA, la Doctora, el Director de La Clínica Dental, El Que Tiene Una Finca En Las afueras, El Que Cría Puercos Para El Agromercado, La Trabajadora Social. Todos exhiben galas de lentejuelas dominicano-ecuatoriano-venezolanas en la mejor noche de la semana. La Doctora, sorprendentemente delgada y sin hijos, me cuenta que su experiencia venezolana le permitió comprarse un lugar donde vivir, con la ropa vendida al regreso. “Estaba desesperada por regresar porque no me dejaban moverme, pero si me lo vuelven a proponer, voy de nuevo porque no pude traer lavadora”. Antonio, el de la finca, quien ha tratado de irse del país, infructuosamente, por todas las vías legales imaginables, me dice que ahora intenta salir por la ley de nietos de la embajada de España. Sergio, el especialista principal de la Casa de la Cultura, se busca la vida haciendo cintos de cuero, hay muy poco o nada que hacer en su trabajo, pero sigue cobrando religiosamente el salario y se da una vuelta cada día por el destartalado edificio de la Casa de Cultura. Como cada año, cogerá las vacaciones en la primera quincena de diciembre para ir al festival de cine de La Habana, una rutina que empezó cuando estudiaba Historia del Arte, por Orden 18, con la esperanza de escapar a su predeterminada vida en el pueblo como trabajador del central.
Y el tiempo pasa rápido entre risas sobre nuestras aventuras de adolescentes, los hijos de cada cual, los que se fueron para La Habana y para Varadero “aquello es otra cosa”, el que se quedó en el aeropuerto en Toronto cuando lo traían de vuelta de la Unión Soviética y del que nunca han sabido nada más, el más flaco del grupo que ahora vive en Miami y pesa, literalmente, cuatrocientas libras. Nadie pregunta sobre mi vida, ni sobre el mundo. Nadie habla de su trabajo, ni sus miserias, ni sus miedos, ni sus sueños. Nadie menciona al Comandante. Al Hermano tampoco.
En el camino de vuelta, esta noche de sábado en este pueblo sin mar y sin río, paramos en la cafetería que Ismael abre a medianoche cuando los grupos empiezan a regresar del Ranchón y del Dancing. Es el momento de más venta de la semana en su timbiriche y mientras sirve refrescos (un peso) y café (un peso), su novia fríe las croquetas. El pan que compró temprano por la mañana “por suerte ahora venden unos cuantos panes fuera de la cuota al amanecer y yo madrugo y los cojo” está cortado desde antes, el refresco de naranja bien frío y hoy tiene arroz con leche (2 pesos), además. Durante media hora el negocio resplandece. Los hombres se comen el pan con croquetas (cinco pesos), la mayoría de las mujeres se conforman con un Chupa Chups, a cinco pesos.
Ismael tiene 30 años y fue uno de los miles que quedó desempleado en 2003, cuando el central República Dominicana, que daba trabajo a todos los hombres y una buena parte de las mujeres de ese batey y los alrededores, fue desmantelado. Estuvo unos meses recibiendo clases en aulas improvisadas, pero para un recién graduado técnico en electricidad como él, aquellos cursos básicos no servían de nada. Tuvo suerte de conseguir un trabajo gracias a los contactos de su padre, también desempleado del central y quien luego terminó jubilándose a los 60. El otro central del municipio, que ha molido intermitentemente durante los últimos años (la zafra pasada no tuvo caña), se prepara para arrancar en enero. Es uno de los cuatro centrales camagüeyanos que hará zafra este año y en este pueblo sin más fabrica ni más tradición que cien años produciendo azúcar, es la esperanza de cientos de hombres desempleados que ahora trabajan en las reparaciones y cortan el marabú para generar energía en el central. Tienen garantizado varios meses de salario, el almuerzo del comedor y viandas y hortalizas de la granja.
Hasta hace un año, Ismael trabajó haciendo papeles en una empresa de transporte, ahora desaparecida. Él es uno del medio millón de trabajadores estatales que debía perder el empleo a partir del año pasado como parte de la actualización del modelo económico. Cuando Raúl hizo el anuncio, ya Ismael llevaba excedente dos meses, por eso no está claro de si cuenta en esa estadística. Tampoco le importa demasiado porque cobró dos meses extra de salario y desde entonces hasta hace poco se la pasó inventando aquí o allá: criando puercos para vender en el agro o cuando alguien recibe familia del extranjero, revendiendo unas croquetas para ganar veinte centavos con cada una. Desde hace cinco meses montó este timbiriche. “Saco los gastos diarios de la casa, pero uno no sabe cuánto va a durar, la gente no tiene dinero para comprar nada”. Nunca había pensado irse del país, pero ya solicitó la nacionalidad española por la ley de nietos.
Esta noche de sábado en un pueblo sin terminal de ómnibus, hay que estar atentos a los coches, el único medio de transporte nocturno del municipio. Se ven cuando están encima de uno, pues no tienen luces sino solo una linterna para orientarse. Algunos tienen techos (de día el sol raja las piedras) y los asientos tapizados con nylon negro, como el de Eugenio, un jubilado, antiguo dirigente sindical, reconocible por la música. Hacemos el trayecto de vuelta oyendo un clásico de Ricardo Arjona.
Señora, no le quite años a su vida
Póngale vida a los años que es mejor.
Póngale vida a los años que es mejor.
La esquina del timbiriche de Ismael a media noche es bien distinta al panorama diurno. Está junto a la piquera de los coches y frente a la shopping de CUBALSE. Normalmente los cocheros trabajan hasta el mediodía, solo los que tienen al menos tres caballos para alternarlos, hacen el día entero. Los viajes cuestan dos pesos todos los tramos, a no ser que vayan a un destino alejado. Si hay que ir a Florida, el municipio vecino más próspero, una maquina particular hace viajes por diez pesos cubanos, normalmente de ocho de la mañana y hasta las tres de la tarde. Si hay que ir más allá, otra máquina de alquiler lleva a la gente de Florida a Camagüey por otros 30 pesos. Conectados con los horarios de los hospitales, un viaje matinal a Camagüey es fácil, pero hay que regresar antes de la una de la tarde, a partir de esa hora es difícil completar una máquina y quedan apenas los amarillos en la circunvalación, donde a veces hay que esperar tres o cuatro horas bajo un sol que raja las piedras, para montarse en la cama de un camión, bajo un sol que raja las piedras.
Durante el día la esquina de la shopping de este pueblo sin hospital y sin sala de cine está bastante animada. La gente viene hasta aquí a pagar la electricidad o el teléfono, cortarse el pelo, ir al policlínico o la farmacia, comprar alguna cosita en la shopping. En la calle principal están todas las oficinas de siempre: el Poder Popular, la empresa de comercio, el registro civil, la biblioteca, la peluquería, la oficina municipal de educación; y ahora también los nuevos negocios: el vendedor de sombreros (el sol raja las piedras), el reparador de sombrillas (el sol raja las piedras), el barbero, el hombre del catre, (con juntas para olla de presión, coladorcitos de cafetera italiana, coladores de tela para los que tienen coladeras viejas, jabas de guano, jabas de nylon y jabas de tela, palitos de tender y pellizcos para el pelo), el reparador de ventiladores.
Media cuadra más alante, junto al policlínico, hay un hombre que vende refresco y pizza, y un poco más allá, hay un portal con pizza, refresco y café.
En uno de los portales se anuncia “Se reparan celulares”.
En este pueblo llamado Céspedes, como El Padre de La Patria, la shopping tiene unas pocas ropas colgando en las perchas; jabones, perfumes, chancletas y cortinas de baño se exhiben en el mostrador; detergente, ventiladores y ollas de presión en el estante de la izquierda y en el fondo, un estante con comida (aceite, refrescos, garbanzo, salsa Vita Nuova, puré de tomate, mayonesa Doña Delicias, NESCAFE, comino, espaguetis, ron y vinos nacionales). Hay un calor insoportable en la pequeña tienda, porque no están autorizados a poner el aire acondicionado a partir de septiembre, (no sé si es la misma explicación para el aeropuerto de La Habana). Hago una seña, el empleado abre el refrigerador de las carnes y puedo escoger entre pollo, picadillo de pavo, y hamburguesas. En el refrigerador de al lado, también a prueba de bala contra “gente que viene, manosea y no compra”, hay helado nacional de tres sabores. Pago la cuenta, pero en el último momento me entero de que no hay jabitas plásticas. Mi reducida compra ocupa el medio metro del mostrador, no tengo cómo moverme ni dónde poner las cosas y la cajera no puede seguir cobrando a la otra persona que hay en la tienda. En el catre de la esquina venden jabas, pero no hace falta que salga a comprarla porque justo en la puerta de la shopping está Osmel, un amigo de la secundaria, vendedor/ comprador de CUC. “Regalo del pueblo”, me dice mientras me da una jaba de guano y sonríe con su dentadura amarilla pero sorprendentemente completa. Todavía se ve bien, a pesar de las canas, la barriga y la piel achicharrada por ese sol que raja las piedras. Me acompaña hasta la piquera de los coches y quedamos en que pasará por casa de mi madre para conversar un rato, como en los buenos tiempos. Pero de pronto se adelanta, me mira con cara de trascendencia, como temeroso de quedarse para siempre con una duda existencial, como si en ello le fuera la vida, y pregunta: “Oye, no te rías de la guajirancia, pero allá donde tú vives se oye mucho una artista que se llama Lady Gaga?”.