Aún se le puede ver entre sus dientes una bolsa de yute, desgastada por
el uso, con la libreta de racionamiento. Parece no sentir el bochorno que
producen en verano, el Sol y la calma del mediodía. Cazañas le espera, mientras
machaca en su yunque una herradura vieja y disfruta de la destilación arcaica
de la miel de purga. Ese subproducto de caña dulce capaz de fulminar cualquier
tejido hepático ajeno a él, a Pompilio, Mongo Pelusa o Croquinol. El frenazo
del transporte público resalta, sobre los golpes de Cazañas y del taller vecino,
con ese sonido metálico irritante del deterioro. Algunos pasajeros salen y caminan
en silencio con el estrés perenne que les lleva por inercia a no saben donde. Quizás
a casa.
De
camino a la tienda del barrio se ven más huecos y piedrecillas de arena lavada
que en cualquier acera normal. Habrá necesitado el cemento alguno de los
constructores o voluntarios designados. Quizás también Rinky lo note. Él también
ve la mierda, siente los trenes de vapor repletos de caña quemada y oye la
sirena del cambio de turno del central. Percibe cada uno de los aromas de mi
pueblo. Busca, palmo a palmo, ansioso y con constancia, algo que le alegre el
día. Ve, siente, oye, percibe y palpa la agonía. Seguramente no sepa nada de
política. De política nuestra. Sabe mucho de la suya. Y de cruzar calles, de
batallas, de desprecios, de pedradas y de huidas. Pero es un perro, y con mucha
honra. No es capaz de pedir más, que mantener lo cotidiano. Es un encanto de
ejemplar sucio, libre y orgulloso.
Hasta hace algún tiempo
solían volver perro, bolsa, pan y libreta. Los de la zona comentaban las
hazañas de Rinky con el grado justo de naturalidad que lo hacía más
extraordinario. Su itinerario de regreso, siempre el mismo, eran 20 metros de
terraplén a cada lado de las líneas del ferrocarril, desde la tienda de
Emiliano a la mata del 28; cruzaba la carretera, echaba una meada de marcaje en
el poste del bar de la esquina y los restantes 20 metros los hacía más
tranquilo sobre la escarpada acera de poco cemento, pasando orondo frente a una
vieja y deteriorada casucha de madera convertida en nido de chivatos
uniformados de la policía que pasaban la tercera edad. Por la acera de enfrente
una bomba de gasolina y un taller de mala vida. Cruzaba la otra calle a la
altura de la carnicería de Chacumbele, que estaba justo frente a Cazañas. Era
un fuera de serie. Le traía, en algunas ocasiones, el pan a su dueño. También
eran otros tiempos menos malos.
Al volver de la tienda no trae
ni bolsa, ni libreta. Tampoco trae el pan. Él también tiene hambre. El agua que
bebe no actúa en su cerebro como ese elixir de mieles finales. Es tan solo un
perro. Y muy orgulloso de no tener que tambalearse en dos patas. Cazañas
sonríe. No le reprende como otras veces. Se ríe y exhibe todas sus caries
detrás del cigarro barato que quedó en
el labio inferior como aferrándose a la vida. Así, día a día, conviven una
crisis, un personaje y una especie.
_ Oye chico! Te salvaste. Hoy estoy de buenas – Un hilillo ámbar de
saliva se escapa por la comisura contraria al cigarrillo y se pierde entre las
arrugas del mentón, en el tiempo justo que empleó Rinky para volver a
desaparecer por detrás de la majagua y el carretón de Pompilio.
_ La madre que lo parió… – susurró apretando los dientes, y una sonrisa
alcohólica arrugó totalmente el rostro achatado, a lo Charles Bronson, de Cazañas.
Las Palmas de Gran Canaria.
España.
2009.