jueves, 27 de octubre de 2011

Rinky. Un pestañazo en la vida de Violeta.

Por Julio Álamo Ojeda.



Aún se le puede ver entre sus dientes una bolsa de yute, desgastada por el uso, con la libreta de racionamiento. Parece no sentir el bochorno que producen en verano, el Sol y la calma del mediodía. Cazañas le espera, mientras machaca en su yunque una herradura vieja y disfruta de la destilación arcaica de la miel de purga. Ese subproducto de caña dulce capaz de fulminar cualquier tejido hepático ajeno a él, a Pompilio, Mongo Pelusa o Croquinol. El frenazo del transporte público resalta, sobre los golpes de Cazañas y del taller vecino, con ese sonido metálico irritante del deterioro. Algunos pasajeros salen y caminan en silencio con el estrés perenne que les lleva por inercia a no saben donde. Quizás a casa.
 
    De camino a la tienda del barrio se ven más huecos y piedrecillas de arena lavada que en cualquier acera normal. Habrá necesitado el cemento alguno de los constructores o voluntarios designados. Quizás también Rinky lo note. Él también ve la mierda, siente los trenes de vapor repletos de caña quemada y oye la sirena del cambio de turno del central. Percibe cada uno de los aromas de mi pueblo. Busca, palmo a palmo, ansioso y con constancia, algo que le alegre el día. Ve, siente, oye, percibe y palpa la agonía. Seguramente no sepa nada de política. De política nuestra. Sabe mucho de la suya. Y de cruzar calles, de batallas, de desprecios, de pedradas y de huidas. Pero es un perro, y con mucha honra. No es capaz de pedir más, que mantener lo cotidiano. Es un encanto de ejemplar sucio, libre y orgulloso.

    Hasta hace algún tiempo solían volver perro, bolsa, pan y libreta. Los de la zona comentaban las hazañas de Rinky con el grado justo de naturalidad que lo hacía más extraordinario. Su itinerario de regreso, siempre el mismo, eran 20 metros de terraplén a cada lado de las líneas del ferrocarril, desde la tienda de Emiliano a la mata del 28; cruzaba la carretera, echaba una meada de marcaje en el poste del bar de la esquina y los restantes 20 metros los hacía más tranquilo sobre la escarpada acera de poco cemento, pasando orondo frente a una vieja y deteriorada casucha de madera convertida en nido de chivatos uniformados de la policía que pasaban la tercera edad. Por la acera de enfrente una bomba de gasolina y un taller de mala vida. Cruzaba la otra calle a la altura de la carnicería de Chacumbele, que estaba justo frente a Cazañas. Era un fuera de serie. Le traía, en algunas ocasiones, el pan a su dueño. También eran otros tiempos menos malos.


   Al volver de la tienda no trae ni bolsa, ni libreta. Tampoco trae el pan. Él también tiene hambre. El agua que bebe no actúa en su cerebro como ese elixir de mieles finales. Es tan solo un perro. Y muy orgulloso de no tener que tambalearse en dos patas. Cazañas sonríe. No le reprende como otras veces. Se ríe y exhibe todas sus caries detrás del cigarro barato que  quedó en el labio inferior como aferrándose a la vida. Así, día a día, conviven una crisis, un personaje y una especie.
_ Oye chico! Te salvaste. Hoy estoy de buenas – Un hilillo ámbar de saliva se escapa por la comisura contraria al cigarrillo y se pierde entre las arrugas del mentón, en el tiempo justo que empleó Rinky para volver a desaparecer por detrás de la majagua y el carretón de Pompilio.
_ La madre que lo parió… – susurró apretando los dientes, y una sonrisa alcohólica arrugó totalmente el rostro achatado, a lo Charles Bronson, de Cazañas.

Las Palmas de Gran Canaria.
España.
2009.